lunes, 7 de marzo de 2016


Cuento modernista.

Corría el siglo XVIII, la corte inglesa tomaba el té mientras el sol moría lentamente.
Lady Brandon, la joven y querida hija del vanagloriado Duque Brandon, acariciaba su caballo mientras mantenía una conversación poco interesante con sus amigas que le acompañaban.
Decidieron explorar aquellos jardines desconocidos y despampanantes que comenzaban tras la cristalera en la que charlaban plácidamente; que invitaban a admirar sus delicadas plantas y a caminar por sus exuberantes y a la vez estrafalarios senderos.
Encontraron una planta muy especial, no sabían su nombre pero desde el primer momento que la vieron supieron que no era algo que hubieran visto jamás. Hasta tal punto llegaba su rareza que no eran si quiera capaces de describir tal fría y lúgubre belleza diabólica.
El aire no soplaba, y la planta se movía cada vez más rápido. Flores de colores en su tallo brotaron a un ritmo musical pautado. Las niñas se asustaron y corrieron hacia la casa. Estaban muy inquietas y a Lady Brandon se le ocurrió la genial idea de investigar en un libro de botánica de su padre, pero esa planta no aparecía en ninguna de las páginas de ese ancestral libro. Las jóvenes niñas llegaron a la conclusión de que esa formidable y fascinante planta no existía en otro lugar y nadie había sido capaz de descubrirla. 
Decidieron llamar al señor Brandon para que les ayudara y que fuera con ellas a ver esa misteriosa planta. El Duque, tras recibir muchas súplicas de las jóvenes, aceptó poco convencido de lo que hacía.
Al llegar al lugar donde se encontraba unos minutos antes, las chicas se quedaron perplejas al darse cuenta de que la fantástica planta ya no estaba, había desaparecido en una nada de amapolas blancas.